lunes, 17 de agosto de 2009

Renovarse o morir II. El sector alimentario

Tratábamos en la entrada anterior; partiendo de los importantes problemas con los que cuentan las centrales nucleares, la necesidad de una renovación en el campo energético para tratar de construir un futuro más responsable, sostenible y solidario.

La actual coyuntura económica debe ser la excusa perfecta para llevar a cabo tal renovación. Sin embargo, el proceso de reciclaje del sistema en el que vivimos insertos actualmente no puede ni debe limitarse a una reforma del sector energético. Es imprescindible que la reforma afecte a todo un sistema que ha fracasado estrepitosamente.

En esta nueva entrada, nos centraremos en otro punto clave de la economía actual que debe ser, en mi opinión, rediseñado de nuevo, dado que implica directamente que un sexto de la población mundial (mil millones de personas, para el que no comprenda la magnitud de la cifra) pase hambre en el planeta: el sector alimentario

A pesar de que algunos libros de historia aseguren que al término de la Segunda Guerra Mundial se puso a su vez punto y final al colonialismo que las potencias mundiales vinieron ejerciendo durante todo el XVIII, el XIX y parte del XX sobre el resto del planeta, lo cierto es que, a día de hoy podemos seguir hablando de un neocolonialismo encubierto. Por ello, el sector alimentario toma, de forma irremediable, una doble perspectiva.

Por un lado, el sistema económico que predomina de forma aplastante en el mundo desarrollado (modelo que, recordamos, ha fracasado) se basa en un consumo desmesurado de bienes y servicios.

El nivel de bienestar que hemos alcanzado la sociedad occidental en este último tiempo se ha debido en gran medida al auge del sector terciario, a una “terciarización” del sector secundario y a una fuerte reducción de la población activa que desempañaba su labor en el primario; donde debemos situar el punto clave de la cuestión que nos aborda: agricultura y ganadería.

Las duras condiciones de vida que implica este sector, unido a la revolución de los medios de transporte y a la construcción de un mundo cada vez más globalizado, ha favorecido el progresivo abandono de las instalaciones agropecuarias del primer mundo; conllevando a su vez el progresivo abandono del medio rural y por tanto las grandes concentraciones de personas en unas ciudades de dimensiones inabarcables.

En un principio, la reducción del número de agricultores y productores no dio lugar a un descenso de la producción como consecuencia de la tecnificación que sufrió el campo.

Aquí comienza uno de los graves problemas alimentarios del primer mundo: el uso desmedido de fertilizantes, abonos químicos, insecticidas cultivos intensivos, ganadería estabulada, piscifactorías…conlleva –aparte de la fuerte contaminación de los acuíferos- una fuerte pérdida de los nutrientes que los alimentos nos aportan.

La concentración en núcleos urbanos impuesta por este modelo económico implica una serie de problemas de abastecimiento. Problemas que son subsanados, en el sector agrícola, a través de una recolección temprana que permita que frutas, verduras y hortalizas lleguen a los mercados de nuestras ciudades con un aspecto aceptable. Sin embargo, tal técnica dinamita el proceso de maduración en rama del vegetal y por tanto la ya mencionada pérdida de nutrientes y por ende de sabor. Por ello, en ocasiones comer un tomate es una sensación similar a chupar la suela de un zapato: no sabe a nada.

Hasta aquí todo el embrollo queda en casa. Sin embargo, la sociedad occidental decide dar un paso más allá, siendo en este momento donde el problema toma una doble dimensión.

Como hemos visto más arriba, el modelo económico (que, repetimos por segunda vez para los que no se quieren enterar, ha fracasado) se basa en el consumo desmedido de bienes. En este punto tienen lugar dos situaciones que favorecen la externalización del problema.

Por un lado a los occidentales, que somos muy señoriítos, se nos pone en la punta del morro que queremos comer tomates todo el año, que nos gusta la piña de Costa Rica y que nos pirran los kivis de Nueva Zelanda.

Por otro aparece el perspicaz empresario que se da cuenta que el negrito africano o el indio americano trabaja las tierras infinitamente más barata que el agricultor occidental y que además, el abaratamiento de los transportes permite trasladar la mercancía desde África y América por otros cuatro duros hasta el primer mundo obteniendo por consiguiente unos jugosos beneficios.

Es en este punto cuando grandes empresas comienzan a comprar extensas dimensiones de terreno en países subdesarrollados donde llevar a cabo una actividad agrícola y ganadera con la que saciar a la, siempre insaciable, sociedad capitalista. Ejemplos concretos: Nestlé y Mc´Donalds.

Al igual que los grandes descubridores del XVI y XVII enseñaron a los indígenas de medio mundo las ventajas de la pólvora y de la religión –que les ha servido para aniquilarse los unos a los otros durante estos últimos 400 años-, las grandes multinacionales exportaron al resto del planeta las técnicas intensivas que destrozan cualquier intento de alimentación saludable.

¡Que injusto es el mundo! ¿Verdad? Pues sí; es injusto de cojones, pero lo gracioso es que la cosa no vuelve a quedar aquí.

La situación se complica con la llegada de los biocombustibles. El espectacular ascenso que ha tenido el precio del petróleo estos últimos años ha hecho necesario que desde occidente volviésemos los ojos hacia nuevas fuentes energéticas que permitiesen una menor dependencia del crudo ante la inminente extinción de este.

Las buenas expectativas generadas por los biocombustibles supusieron el progresivo aumento del precio de este tipo de plantas en el mercado global. ¿Qué sucedió entonces? Pues que el perspicaz empresario de antes se dio cuenta que si el maíz que antes se destinaba a la alimentación, ahora lo vendía al sector energético, sus beneficios volvían a dispararse (más aun), al igual que el número de personas que pasan hambre en el mundo subdesarrollado.

Todo esto se complica más cuando no son solamente las grandes multinacionales las que llevan a cabo estas técnicas neocoloniales. Así, la compra desmesurada de tierras cultivables que llevan a cabo algunos Estados como China, Corea o Emiratos Árabes en territorios como Zambia, el Congo o Sudán no hacen sino incrementar el desequilibrio alimentario al que asistimos.

Por ello, como decíamos al inicio, ante este caos, es imprescindible una renovación del sector alimentario en particular y del sistema económico en general siendo la crisis económica una oportunidad inmejorable para lograrlo.

Señores, aunque económicamente podamos permitírnoslo no podemos, desde un punto de vista moral y ecológico, comernos la piña de Costa Rica, ni el kivi de Nueva Zelanda ni el tomate en diciembre.

Es necesario poner énfasis en una agricultura y ganadería ecológica e impulsar unos mercados más locales. Por segunda vez: renovarse o morir.

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