Detesto al típico turista de viaje organizado que baja del autobús como un toro que sale desbocado del corral al albero, como un perro de presa en medio de unza cacería o –si lo caracterizamos de un modo más preciso- como un borrico al que le limitan parte de la visión con el único objetivo de que siga su camino sin preguntarse qué carajo sucede a su alrededor.
El concepto de viaje cultural, y por ende de cultura, se ha visto deformado con el sistema de viaje organizado ingeniado por distintas compañías. Viajes en los que tu vida queda programada sistemáticamente desde que te levantan a toque de corneta al punto de la mañana hasta que te desmayas en tu lecho bien entrada la noche.
Estos viajes cuentan a mi entender con dos problemas fundamentales. Por un lado, el determinismo que implican no deja posibilidad alguna a ese componente de improvisación, inseguridad y aventura en que todo viaje debe consistir. Por otro, la peligrosa y excluyente relación que se viene haciendo entre cultura y museo o edificio emblemático, impide un conocimiento mucho más amplio de la verdadera cultura del lugar visitado.
A mi entender, es imposible que un sujeto conozca un lugar,, una región o una ciudad por el mero y simple hecho de visitar atolondradamente los diez “lugares de interés turístico” que destaca el mapa al que se aferra, y que pasados los años –o los meses o incluso los días- olvidará la mitad de ellos y confundirá los cinco restantes.
Conocer una cultura no puede limitarse por tanto a piedras y lienzos. No tengo intención alguna con esta afirmación de desprestigiar ni el uno ni el otro, simplemente pretendo poner de manifiesto la importancia relativa de ambos, como consecuencia de los sobrevaloradas que se encuentran con respecto a los seres humanos, que son, si entendemos la cultura como algo dinámico, su piedra angular.
El verdadero conocimiento de la cultura de un lugar se alcanza de forma pausada. Es cierto que en ocasiones el actual ritmo de vida –en el que algo tan humano como el ocio se ha convertido en un privilegio al que pocos pueden acceder- impide realizar viajes prolongados en el tiempo que permitan integrarnos totalmente en el lugar visitado. Sin embargo, por pausado no debe ser entendido exclusivamente una estancia prolongada, sino que basta con saber disfrutar relajadamente cada instante que tenemos la posibilidad de integrarnos en un mundo que nos es ajeno.
Para entendernos; antes que meterse entre pecho y espalda en 12 horas extenuantes tres museos, once iglesias, cuatro monasterios y dieciocho edificios públicos, es preferible visitar tranquilamente un mercado, pasear por una abarrotada calle entremezclándote con la población y sentarse en una terraza a tomar una cerveza -café, batido o lo que deseen- disfrutando de ese rincón al máximo, recordándolo, observando a las personas que pasan por la calle e imaginando sus vidas así como lo diferentes –o parecidas- que serán a las nuestras.
La cultura es algo vivo y las personas juegan en ella un papel estelar. Que reflexionen en las agencias de viajes.
El concepto de viaje cultural, y por ende de cultura, se ha visto deformado con el sistema de viaje organizado ingeniado por distintas compañías. Viajes en los que tu vida queda programada sistemáticamente desde que te levantan a toque de corneta al punto de la mañana hasta que te desmayas en tu lecho bien entrada la noche.
Estos viajes cuentan a mi entender con dos problemas fundamentales. Por un lado, el determinismo que implican no deja posibilidad alguna a ese componente de improvisación, inseguridad y aventura en que todo viaje debe consistir. Por otro, la peligrosa y excluyente relación que se viene haciendo entre cultura y museo o edificio emblemático, impide un conocimiento mucho más amplio de la verdadera cultura del lugar visitado.
A mi entender, es imposible que un sujeto conozca un lugar,, una región o una ciudad por el mero y simple hecho de visitar atolondradamente los diez “lugares de interés turístico” que destaca el mapa al que se aferra, y que pasados los años –o los meses o incluso los días- olvidará la mitad de ellos y confundirá los cinco restantes.
Conocer una cultura no puede limitarse por tanto a piedras y lienzos. No tengo intención alguna con esta afirmación de desprestigiar ni el uno ni el otro, simplemente pretendo poner de manifiesto la importancia relativa de ambos, como consecuencia de los sobrevaloradas que se encuentran con respecto a los seres humanos, que son, si entendemos la cultura como algo dinámico, su piedra angular.
El verdadero conocimiento de la cultura de un lugar se alcanza de forma pausada. Es cierto que en ocasiones el actual ritmo de vida –en el que algo tan humano como el ocio se ha convertido en un privilegio al que pocos pueden acceder- impide realizar viajes prolongados en el tiempo que permitan integrarnos totalmente en el lugar visitado. Sin embargo, por pausado no debe ser entendido exclusivamente una estancia prolongada, sino que basta con saber disfrutar relajadamente cada instante que tenemos la posibilidad de integrarnos en un mundo que nos es ajeno.
Para entendernos; antes que meterse entre pecho y espalda en 12 horas extenuantes tres museos, once iglesias, cuatro monasterios y dieciocho edificios públicos, es preferible visitar tranquilamente un mercado, pasear por una abarrotada calle entremezclándote con la población y sentarse en una terraza a tomar una cerveza -café, batido o lo que deseen- disfrutando de ese rincón al máximo, recordándolo, observando a las personas que pasan por la calle e imaginando sus vidas así como lo diferentes –o parecidas- que serán a las nuestras.
La cultura es algo vivo y las personas juegan en ella un papel estelar. Que reflexionen en las agencias de viajes.
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